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Qué haremos pues con eso de la calor

8 Nov

Por Zazil-Ha Troncoso

Escribo el título de este artículo en Word, y al darle enter, sin consultarme, automáticamente me cambia la calor por el calor (ups, ahora lo hizo de nuevo), desplazando así ese primer párrafo que por tantos días mastiqué con el fin de abordar este acalorado tema.

Voy a ver las opciones de autocorrección que tiene el programa y me encuentro con aberraciones por el estilo que por fortuna no está dispuesto a dejar pasar: la filólogo, las avestruces y la aprendiz, así como la extensa familia de la hacha, la agua, la águila, la hambre, la álgebra y demás.

En esos casos, bien que el Word haga su labor para sustituirlas, como corresponde, por la filóloga, los avestruces y la aprendiza, al igual que el agua, el águila, el hambre y el álgebra, cuya explicación de por qué siendo femeninas llevan un artículo masculino podrás encontrar aquí.

Sin embargo, en el caso de la calor, es necesario poner una objeción, o cuando menos matizar un poco sobre esta construcción, puesto que su uso en muchos casos no es lo que parece.

Sí, por supuesto, el uso de la calor está asociado con el habla inculta, y en ese sentido, aventuro a pensar que pudo haber sido por influencia de la calura, que es lo mismo que calor, y que se usaba antiguamente.

La prueba de su influencia en el idioma es que usamos muchísimo más la palabra caluroso, derivada de calura, que el caloroso proveniente de calor. De hecho, por imitación de caluroso usamos más la palabra riguroso que la verdaderamente generada a partir de rigor, que sería rigoroso.

Calor lo heredamos tal cual del latín y desde aquellos tiempos es masculino. Así lo establece también el Diccionario de la Real Academia Española, pero al mismo tiempo indica que es “usado también como femenino”.

La aclaración no es para nada nueva, pues desde la edición de 1729 ya refería que “algunos la hacen femenina, diciendo la calor”. Eso significa que desde hace casi tres siglos que se documenta el uso de la palabra acompañada del artículo femenino.

Sin embargo, en el Diccionario Panhispánico de Dudas, la Real Academia dice que su uso era normal en el español medieval y clásico, pero hoy se considera vulgar. 

Pero en contraste, el Diccionario del Español Actual establece que el uso de la calor es popular, que no es lo mismo que vulgar, y muy importante, regional, lo que significa el reconocimiento de que en algunas partes es una palabra femenina.

Abordando el tema en Twitter, surgieron comentarios que ilustran esta perspectiva regional, como los de @el_masse_xy, @NBengoetxea, @juliana_icm y @MJGarciaFolgado (haz clic en los nombres para ver el tuit respectivo). También expresaron otros matices @maiteximenez y @charlymils, y abonó mucho al debate la atinada opinión de @ComaConComilla, la cual comparto, y de algún modo, también la Academia.

Y es que a pesar de su postura de que el uso de la calor debe evitarse, en la Nueva gramática de la lengua española habla sobre este asunto en el apartado correspondiente a los sustantivos ambiguos en cuanto al género, que en buen español, son aquellos que poseen los dos géneros, como el/la azúcar y el/la maratón. Es decir, que cualquiera de las dos variantes es correcta.

Respecto a calor, esta maravillosa y muy trabajada obra dice que «es masculino mayoritariamente, pero en algunas regiones también se emplea la forma femenina, que no pertenece al español estándar». También habla sobre el caso de el/la mar, en el que la ambigüedad también tiene que ver con motivos geográficos.

El punto es que con esta mención, la Academia reconoce la ambigüedad en cuanto al género de la palabra calor, y sin embargo, no le da ese reconocimiento en la próxima edición del Diccionario, que se supone incluirá los cambios establecidos por la nueva gramática y la ortografía, como lo ha hecho de toda la vida con mar, que tiene la misma restricción geográfica que calor.

Más aún, en contrasentido, al actualizar en el próximo Diccionario la definición de nombre ambiguo, deja como único ejemplo el de el/la mar, y elimina el que mantuvo en sus ediciones de 1970 a la actual de el/la calor.

En pocas palabras, por una parte la Academia lleva casi tres siglos reconociendo que se usa también como femenino y por cuatro décadas lo usó como ejemplo de palabra ambigua, pero en la definición de calor nunca ha admitido que tiene ese carácter, y por otra, lo reconoce como ambiguo en la nueva gramática, pero en el Diccionario lo quita como ejemplo de sustantivo ambiguo.

La gran ironía es que, tratándose de esta palabra, la Real Academia ha sido muy ambigua. Así las cosas, ¿qué haremos pues con eso de la calor?

Fuentes: 1, 2, 3, 5, 7, 8, 14, 15, 22, 23.

¿Americanos o estadounidenses?

3 Oct

Por Zazil-Ha Troncoso

Cada vez que un estadounidense suelta sin tapujos su «I’m american» o se refiere a su país como «America«, los latinoamericanos no podemos evitar sentir como que algo se nos retuerce por dentro, ¿a poco no?

Nos molestamos y de inmediato nos viene a la mente la idea, palabras más, palabras menos, de que claro, los gringos creen que son los dueños del continente y se autoadjudican el gentilicio, como si de México para abajo no existiéramos.

Inspirada en este tuit, con el que de inmediato me sentí identificada, me propuse indagar por qué los estadounidenses se autoproclaman americanos, aunque debo reconocer que el resultado me cambió la perspectiva.

La triste conclusión es que, sí, no hay ningún pecado mortal en que los estadounidenses se refieran a sí mismos como americanos, por la simple y sencilla razón de que, nos guste o no, su país se llama igual que nuestro continente.

Pongamos un ejemplo: a semejanza de Estados Unidos de América, el nombre oficial de México es Estados Unidos Mexicanos, y sin embargo, nadie proclama que los mexicanos se hagan llamar estadounidenses.

En ambos casos, el elemento Estados Unidos se refiere a su forma de gobierno, como sucede también, otro ejemplo, con la República Bolivariana de Venezuela, a cuyos habitantes nunca les hemos reclamado que se hagan llamar republicanos.

Además, no es que cada estadounidense represente la encarnación viva del espíritu del Tío Sam cuando se refiere a sí mismo como american, sino que ellos no tienen en su idioma otro gentilicio que los defina, más que ese.

Claro que en sus diccionarios también definen american como lo relativo al continente, pero no en su primera acepción, la cual se refiere invariablemente al ciudadano de Estados Unidos de América.

Sucede a la inversa en los diccionarios de español, donde americano es, en primera instancia, el que es de América, el continente, y ya después se encuentra el significado de estadounidense, acepción que no se puede excluir ante la realidad de que muchos hispanohablantes también les dicen americanos.

Cuando mucho, en los diccionarios de inglés se establecen como sinónimos de estadounidense las palabras yankee -castellanizada con un matiz despectivo como yanqui– o yank.

Y considerado como adjetivo, es decir, lo relativo a Estados Unidos o que tiene calidad de estadounidense, se pueden usar, además de las dos mencionadas, stateside, o bien, las siglas US, de United States, antepuestas a la palabra.

Pero eso sí, que quede claro: en español, el gentilicio correcto es estadounidense, y también se considera válido estadunidense. Inadmisibles son americano y norteamericano, aunque claro, hay expresiones muy asentadas en el uso como es el caso de sueño americano y de futbol americano. Ahí no hay nada que hacer.

Ahora vamos ahora al meollo del asunto: ¿por qué, pues, Estados Unidos adoptó el mismo nombre que nuestro continente?

Empecemos por el nombre de América, que ya sabemos que viene de Américo Vespucio debido a que fue él quien descubrió no el territorio, mérito que corresponde a Cristobal Colón, sino el hecho de que se trataba de un continente.

Y aunque él se llamaba Américo, terminaron poniéndole América para que quedara a tono con los nombres de los otros continentes, todos feminizados: Europa, África, Asia, Oceanía, y hasta Antártida para quienes también la consideran.

Aclarado el punto, recordemos que parte del actual territorio del país en cuestión se conocía como las Trece Colonias británicas, que pertenecieron al Reino Unido hasta finales del siglo XVIII, cuando se independizaron.

En la Declaración de Independencia se estableció por primera vez la denominación de Estados Unidos de América: Estados Unidos, por la forma de gobierno, y América, como referencia geográfica, en un contexto en el que no se hablaba de países, inexistentes como tales, sino del continente.

Por supuesto que cuando los estadounidenses lograron su independencia, ocupados en lo suyo, ni siquiera tenían idea de que el resto de las colonias de América (¿se aprecia con qué naturalidad surge aquí América también como referencia?) iban a seguir sus pasos respecto a reinos como los de España, Portugal y Francia.

Medio siglo después vendría la Doctrina Monroe, sintetizada en la frase «América para los americanos», acompañada de sus múltiples interpretaciones, así como el imperialismo y la política intervencionista en el continente americano.

Pero esa, estimados lectores, es otra historia que, no se confundan, nada tiene que ver con el origen de la toponimia de Estados Unidos de América.

Independencia

14 Sep

Por Zazil-Ha Troncoso

La Independencia es una de las fechas más conmemoradas en América y la palabra tiene un origen sumamente figurativo, como lo expresa el verbo que constituye el núcleo del vocablo: pender, que viene del latín pendere, que significa colgar, pesar.

De esa idea se originaron palabras como péndulo, que está colgado; suspenso, que está en el aire, es dudoso; a expensas, que representa un peso para otro, o como decimos, a sus costillas.

También tenemos pensión, es decir, un peso, una carga, para un Estado o empresa, y apéndice, que cuelga, como sucede con esa inútil prolongación que tenemos al final del intestino grueso.

De pender y la idea de pesar viene también pensar, puesto que cuando uno piensa, le da peso a las cosas, a las situaciones, a las personas, para obtener una idea, una propuesta, una reflexión, una postura.

La estrecha relación entre pender, pesar y pensar se aprecia en palabras como sopesar y ponderar, que significan dar valor a algo, determinar su peso, lo cual hacemos mediante el acto de pensar.

Tenemos, pues, bastante entendido lo que es pender, al que ahora antepondremos la partícula de para obtener la palabra depender, que significa estar bajo la influencia o autoridad de algo o de alguien.

En este caso, la partícula de tiene la finalidad de reforzar el sentido de la palabra, como pasa también en otras como demostrar, devoto y denominar.

En resumen, si pender significa, en el contexto de lo que era nuestra relación con España, estar subordinados a ella, colgados de ella, entonces depender implica que ese vínculo es muy fuerte. Bueno, tanto, que para deshacerlo se necesitó una guerra.

Ahora agreguémosle a la palabra depender la terminación ncia, que se usa para dar la idea de un estado permanente, una calidad duradera, como se aprecia en fragancia, ignorancia, constancia, penitencia, y nuestra palabra obtenida, dependencia.

Falta agregarle una partícula más, in, que significa negación. Dicho de otro modo, cuando los países de América colonizados por España decidieron ya no estar subordinados a otro gobierno. Claro que esto puede ser muy relativo, pero esa esa es harina de otro costal.

Lo que sí llegó para quedarse fue nuestro maravilloso idioma español, ¿a poco no?

Fuentes: 1, 10, 18, 22.

 

¿De dónde vienen las ¡exclamaciones! y las interrogaciones?

3 Sep

Por Zazil-Ha Troncoso

¿Te gustan los signos de interrogación y exclamación? A mí me encantan. Es más, ¡los amo! Claro que de pronto se nos ponen dificultosos, especialmente al combinarlos con otros signos.

Relata la nueva Ortografía de la lengua española que el signo de interrogación nos lo dejaron los carolingios y solo se usaba el de cierre tanto para las frases interrogativas como para las exclamativas.

En el Tesoro de la lengua española, de 1611, no aparecía como interrogación, sino como interrogante, y su descripción se limitaba a “la señal que se pone en la escritura para que se entienda la cláusula interrogativa”.

Más tarde, en el primer Diccionario de la Real Academia Española, de 1734, dice que se pone la interrogación “al fin de la razón, no al principio”, y que el signo se forma “con una s vuelta al revés y un punto debajo en esta forma ?”.

Es hasta la edición del Diccionario de 1884 cuando se establece que es “un signo ortográfico (¿ ?) que se pone al principio y fin de la palabra o cláusula en que se hace pregunta”.

El signo de exclamación lo desarrollaron los humanistas italianos en el siglo XIV. Dicho sea de paso, ellos también son los creadores de los paréntesis y de ese signo tan difícil de entender: el punto y coma.

La exclamación llegó a los tratados de ortografía del idioma español tres siglos después, en el XVII, pero persistía la costumbre de usar la interrogación también para las frases exclamativas, así que todavía tardó un tiempo en arraigarse.

A donde sí se tardó en llegar su reconocimiento como signo fue al Diccionario de la Real Academia. Y cuando digo que se tardó, es en serio: hasta la edición 23, que saldrá en 2014, se incluye que es un signo ortográfico.

Porque, claro, exclamación ya existía desde el primer Diccionario, pero solo como “el acto de clamar y levantar la voz, prorrumpiendo en palabras y expresiones de sentimiento, pena y aflicción, u de otros afectos, dando voces para incitar y mover los ánimos”.

Claro que hay una explicación para ello, pues al signo de exclamación también se le llamaba de admiración, entendida esta palabra en 1611 como «pasmarse, y espantarse de algún efecto que ve extraordinario, cuya causa ignora».

Es para el Diccionario de 1726 cuando se hace la primera referencia ortográfica para la palabra admiración: «se llama una nota, que en el periodo significa el efecto de la admiración, y se escribe con una i vuelta al revés: como Oh cuán bueno es Dios!».

Y para la siguiente edición, la de 1770, además de precisar mejor la forma del signo, al que todavía llama nota, consigna que «de algún tiempo a esta parte se acostumbra poner inversa así (¡) antes de la voz en que comienza este sentido y tono, cuando los periodos son largos».

El reconocimiento como signo doble llegó al Diccionario en 1884, para perderlo en la citada próxima edición 23, donde se oficializa que admiración deja de ser un signo ortográfico y remite a la palabra exclamación, que ya adquiere ese nuevo significado.

¿Mucho rollo? ¡Vamos al grano! Aquí les dejo todo (creo) lo que necesitan saber sobre los signos de interrogación y exclamación. Y si no, ¡pregunten!

  • A diferencia del pasado, o de otros idiomas como el inglés, los signos de interrogación y exclamación son dobles, así que se deben abrir y cerrar: ¿Entendieron? ¡Qué bueno!
  • Solo se usa un signo de cierre de interrogación o exclamación entre paréntesis cuando se quiera dar un sentido irónico, o por el estilo: Le gustan las papas con miel (?) y las palomitas. Las come por kilos y dice que se queda con hambre (!).
  • Para darle mayor fuerza a una exclamación o interrogación, se puede usar doble o triple signo, pero no más: ¿¿¿Qué te pasó???
  • Cuando una expresión es interrogativa y al mismo tiempo exclamativa, se pueden combinar los signos, siempre que se abra y se cierre con el mismo: ¡¿Qué te pasó?!
  • También se puede abrir con un signo y cerrar con otro: ¿Qué te pasó!
  • Los signos de exclamación e interrogación pueden ir junto a cualquier signo, menos el punto, puesto que lo trae incluido el signo de cierre: ¡No vino «naiden»! Ni su hermano, ¿puedes creerlo?
  • Solo si los paréntesis o las comillas encierran una frase con signos de interrogación o exclamación, debe ponerse punto: Se quedó sin trabajo (¡auch!). Dijo, tal cual, que “la casa estaba… ¡perdida!”.
  • El enunciado que sigue a una interrogación o exclamación va con mayúscula inicial: ¿Lo viste? Pasó muy rápido.
  • Las preguntas y exclamaciones van con mayúscula inicial si se formulan como independientes: ¡No! ¡Es horrible! ¡Espantoso!
  • Van con minúscula inicial las preguntas y exclamaciones separadas por otros signos: ¡No!, ¡es horrible!, ¿no crees?
  • Cuando una interrogación o exclamación va seguida por puntos suspensivos, se deben escribir los tres puntos, como siempre: Bueno, ¿y?…
  • Conjunciones como y, pero y o suelen ir después del signo de interrogación o exclamación: ¿Vas a ir? ¡Pero tienes que arreglarte ya! ¿O tienes flojera?

Fuentes: 1, 4, 5, 21.

 

Luna llena… de curiosidades

16 Jul

Por Zazil-Ha Troncoso

Ah pero qué bonita es la luna, ¿a poco no? A todo el mundo le gusta, y cuando vemos que está redonda, hemos de mostrar nuestra fascinación y dedicar un rato a contemplarla embelesados.

Luna es una palabra que conservamos tal cual se decía en latín. En el primer Diccionario de la Real Academia Española, de 1734, se le definió como “el menor de los dos luminares que puso Dios en el cielo para que presidiese a la noche”.

Se le llama luminar a los astros que despiden luz, por lo que a la Luna se le llamaba el luminar menor, y al Sol, el luminar mayor, y como se puede ver, eran los tiempos en que las definiciones del Diccionario estaban muy influenciadas por la religión católica.

En la actualidad, a la Luna se le define, simplemente, como el único satélite natural que tiene la Tierra, y en ese sentido, debe escribirse con mayúscula inicial.

Por su origen, la palabra luna se relaciona con luminoso, luz, lucir y lumbre. Y de ella derivan otras como lunes, que es el día de la Luna, y lunar, por la forma de esta mancha en el cuerpo y porque se creía antiguamente que este astro, el favorito de la poesía, era culpable de su existencia.

También hablamos de alunizar cuando una nave o un hombre pisan la Luna y le decimos lunado a lo que tiene forma de media luna, mientras que en la naturaleza tenemos al pez luna, también conocido como troco, rueda, rodador o mola mola, llamado así por su impresionante parecido con el famoso luminar.

¿Y qué decimos de aquellos que andan de buenas, y de pronto se vuelven insoportables? Que son unos lunáticos, asociando su temperamento con lo cambiante de la luna.

Tan arraigada estaba la creencia de que ella era la culpable, que el mencionado primer Diccionario decía que el lunático era “el loco cuya demencia no es continua, sino por intervalos que proceden del estado en que se halla la luna”.

Y precisaba que “cuando está creciente, se ponen furiosos y destemplados, y cuando menguante, pacíficos y razonables”. Qué tal.

Otros términos relacionados con la Luna los heredamos del griego selene, de donde surgió selenio para el elemento químico, así como selenografía, parte de la astronomía que trata de la descripción de la Luna, y selenita, un supuesto habitante de nuestro satélite.

Pero vámonos mucho más atrás, a los tiempos anteriores al latín y al griego, cuando predominaba la lengua indoeuropea y a la luna se le llamaba men o mon, lo que dicho sea de paso, explica que en inglés se llame moon.

En esos tiempos, así como el sol marcaba el día, como hasta ahora, el ciclo lunar definía el mes, de ahí que en el idioma indoeuropeo, a este lapso también se le llamara men, igual que a la luna.

Siglos pasaron y del indoeuropeo surgió el griego, idioma en el que a la luna y al mes se les siguió llamando men, mientras que en latín evolucionaron a mensis (sí, ya sé lo que están pensando).

Pero usar la misma palabra para dos cosas diferentes era confuso, así que se tomó una decisión tajante: griegos y latinos rebautizaron a la reina de la noche como selene y luna, respectivamente. Ambas significan «la luminosa».

Y dejaron men y mensis para referirse a ese lapso que hoy llamamos mes, aunque su antiguo significado de luna dejó huella en palabras como menisco (por la forma que tienen) y neomenia (luna nueva).

Pero también obtuvimos palabras como mensual, menstruación, menopausia y medida, que viene del latín mensura, puesto que el mes lunar era la principal medida de tiempo en la Antigüedad, lo que nos lleva a parientes lejanos como dimensión e inmenso.

Me despido con un detalle muy simpático: en nuestras uñas tenemos manchas que nos remiten a las tres raíces -indoeuropea, latina y griega- relacionadas con la luna.

Del griego selene viene selenosis, es decir, esas manchitas que luego nos salen en las uñas, también llamadas coloquialmente mentiras, aventuro que es palabra derivada del indoeuropeo men, mientras que del latín luna derivó lúnula, esa semiluna que tenemos en el nacimiento de las uñas.

Fuentes: 1, 5, 10, 11, 12, 18.

 

Eres un cínico, un canalla… ¡un perro!

29 Jun

Por Zazil-Ha Troncoso

Será el mejor amigo del hombre, pero hasta la fecha nadie sabe de dónde viene la palabra perro. Se cree que tiene que ver con su gruñido o porque se les llamaba con algo así como un “prrr”, pero solo son teorías que nunca se han podido comprobar.

Lo que sí se sabe de la palabra perro es que no viene del latín. Lo que se desconoce es si surgió en España después de que los romanos se apoderaran de ella, o si ya estaba ahí cuando llegaron, lo cual parece ser la tesis más sustentada.

Cuando el español comenzó a tomar forma, el vocablo que surgió para estos lindos animalitos fue el de can, que en la actualidad solo tiene un uso poético o como sinónimo en casos desesperados.

Can viene del latín canis, de donde deriva canalla, y del griego kynos, que dio origen a cínico, dado que ambos, se supone, se comportan como perros.

Decía Miguel de Cervantes Saavedra, en el diálogo entre perros llamado Coloquio que pasó entre Cipión y Berganza.

«¿Al murmurar llamas filosofar? ¡Así va ello! Canoniza, canoniza, Berganza, a la maldita plaga de la murmuración, y dale el nombre que quisieses, que ella dará a nosotros el de cínicos, que quiere decir perros murmuradores».

El vocablo can le dio también su nombre a las Islas Canarias debido a que el rey de Numidia, Juba II, las visitó en el siglo I y le llamó la atención el hecho de que había muchos perros.

Así que llamó a una de ellas, en latín, Insula Canaria, es decir, Isla de los Canes. La palabra canaria está formada por can, a la que se agregó la terminación aria, una partícula que usamos para formar vocablos que indican un conjunto numeroso, como pasa con herbolaria y delfinario.

Esa isla hoy se llama Gran Canaria, y con el tiempo, el nombre que le dio Juba II quedó para todo el archipiélago: Islas Canarias. Luego resultó que en ellas también predominaba cierta clase de pajarillos muy lindos y trinadores, a los que llamaron canarios.

De can deriva también la palabra cancerbero, con la que nos referimos coloquialmente a un portero o guardia que es brusco y maleducado. Nos quejamos y decimos que parece cancerbero.

En la mitología griega, Hades, el dios del inframundo, tenía un perro de tres cabezas que le custodiaba la entrada y se llamaba Cerbero, que a su vez significaba demonio. Era, pues, el can Cerbero.

También está la palabra canijo, cuyo origen se desconoce, pero se cree que puede venir del latín canicŭla, que significa perrita, puesto que se refiere a una persona ya sea bajita o enfermiza.

En México se usa canijo para decir que alguien es un cabrón o que algo, por su complejidad, está cabrón, pero sin caer en el terreno de la grosería.

La huella dejada por can se ve también cuando nos referimos a nuestros colmillos como caninos, o cuando hablamos del canódromo, donde compiten los galgos, o cuando sacrifican a un perro con estricnina, también conocida como matacán.

En el primer diccionario de la Real Academia Española, de can se decía que era «lo mismo que perro», y de perro, «animal doméstico y familiar, del que hay muchas especies y todos ellos ladran».

Esa misma edición, de 1737, consignaba también acerca de perro que «metafóricamente se da este nombre por ignominia, afrenta o desprecio, especialmente a los moros y judíos».

Y perrengue era como se decía «al negro, porque se encoleriza con facilidad, o por llamarle perro disimuladamente».

Sí, el sentido despectivo de la palabra es bastante viejo, y bien lo explicaba Roque Barcia en su Diccionario de Sinónimos, de 1910, en el que hacía ver cómo perro se usa para despreciar e insultar.

«Así decimos: me ha hecho una perrada. Nada más extraño ni más absurdo que decir: me ha hecho una caninada… Así decimos: dientes caninos. Nada más raro que decir: dientes perrunos».

Ahora los tiempos han cambiado y la discriminación se ha quedado atrás: ahora le decimos perro a cualquiera que se porte mal, sin importar su color de piel o religión.

Otra curiosa relación perro-hombre está en la palabra escuintle o escuincle, que viene del nahua itzcuintli, que significa «perro sin pelo», y de ahí la asociación con los niños.

Terminemos con algo de vocabulario perruno: para expresarse, el perro da un ladrido; si se queja, es un gañido; si amenaza, un gruñido; si está triste, un aullido, y si te muerde, es una tarascada.

A un conjunto de perros se le llama perrada o perrería, y si son de caza, entonces es una jauría.

Fuentes: 1, 5, 9, 11, 13.

 

De cuando decir «a» era cosa de hombres

15 Jun

Por Zazil-Ha Troncoso

Cuando en las primeras incursiones escolares nos pusieron a hacer palitos y bolitas, todo iba conducido a enseñarnos la primera letra del abecedario, la a, primera además en todos los alfabetos, y la primera que somos capaces de pronunciar.

Su nombre es corto: a, a secas, como en el italiano y el francés, y a diferencia, por ejemplo, del griego alpha o del hebreo aleph. Su plural es aes.

La a es la más abierta de las vocales, porque para pronunciarla basta con abrir la boca y emitir un sonido, sin que la lengua toque ni el paladar, ni los labios, ni los dientes. Con ninguna otra letra la abrimos tanto. No por nada, cuando vamos al doctor nos pide que digamos a para poder hacer lo suyo.

¿Por qué es la primera del alfabeto? El Diccionario de 1726 lo explicaba así: “porque es la que la naturaleza enseña al hombre desde el punto del nacer para denotar el llanto, que es la primera señal que da de haber nacido”.

Y así como era la primera letra del primer diccionario, también fue la primera expresión del histórico machismo y catolicismo que tanto se ha reprochado a la Real Academia Española, fama que persiste con sobrados motivos, aunque eso sí, muchos menos que antes.

El caso es que acotaba esa primera edición del Diccionario: “aunque también la pronuncia la hembra, no es con la claridad que el varón, y su sonido (como lo acredita la experiencia) tira más a la e, que a la a, en que parece dan a entender que entran en el mundo como lamentándose de sus primeros padres Adán y Eva”.

Y miren qué cosas, casi tres siglos después, a la Academia no se le ha quitado la costumbre de referirse a las mujeres como hembras, pues a la fecha, padre es el varón o macho que ha engendrado, y madre, la hembra que ha parido. O sea cómo.

Volviendo al tema, citaba el añejo Diccionario que la a es tan propia en el sujeto, que aunque naciera mudo siempre la pronunciaba, de lo que se infería que “la letra a es la más simple y fácil de las vocales, llamadas así porque solas y sin ayuda de otra letra, hacen sonido perfecto”.

Valga la oportunidad para explicar que la palabra vocal viene de voz, lo que nos lleva a entender por qué las otras letras se llaman consonantes: porque necesitan de una vocal para poder ser pronunciadas.

El prefijo con significa reunión, cooperación o agregación. Dicho de otro modo, las vocales serían las “sonantes”, y las consonantes, las que necesitan de cooperación para sonar. En este caso, de una vocal.

La a, como sabemos, también es una preposición, lo que en el citado Diccionario se refería como “otros usos”, y es ni más ni menos que la séptima palabra más usada en nuestro idioma, de acuerdo con el Corpus de Referencia del Español Actual.

Entre esos usos, el Diccionario se refería a uno equivocado y en el que frecuentemente incurrían autores de la época: el de utilizar a en lugar de ha, la conjugación del verbo haber. “No hay motivo para semejante uso, porque en todos tiempos se debe escribir con h”, refería.

Así que, como ves, la batalladera con la ortografía ha sido cuento de toda la vida, y sobre este caso en particular, seguro ya te vino a la cabeza esa doble aberración de nuestros tiempos, consistente en escribir a ver en lugar de haber.

Otro uso interesante de la a hace tres siglos consistía en formar verbos: de boca, abocar; de carro, acarrear; de garra, agarrar; de breve, abreviar; de delante, adelantar.

Y así como se la ponían a unas palabras, a otras se las quitaban. En esa época se consignaban los casos de aderogar, que quedó en derogar; abajar, en bajar; amatar, en matar; atal, en tal.

Una última curiosidad sobre la a en ese Diccionario: “Entre los romanos la letra a era de salud y alegre, porque denotaba absolución, como por el contrario la c era de tristeza porque decía condenación”.

Casi dos páginas dedicaba esa primera edición del Diccionario a la letra a, que se redujeron a poco más de una en la segunda edición, en 1770, casi medio siglo después, donde se enfocaban más a su uso como preposición y se eliminaba la supremacía del varón sobre la “hembra” en su pronunciación.

Concluyo con lo que en ese mismo año se publicó acerca de esta letra en el Defensorio de la lengua castellana, y verdadera ortografía contra los padrastros, bastardos y superfluidades de ella:

“La a tiene el primer asiento como princesa de las demás letras. Nace su nombre dentro del pecho, que no es otra cosa que un aliento arrojado del pecho, y abriendo la boca al mismo tiempo, sale afuera su voz así, a”.

Fuentes: 1, 3, 5, 14.

 

¿De dónde salió aquello de «n, s o vocal»?

19 Abr

Por Zazil-Ha Troncoso

¿De dónde salió aquello de «las que terminan en n, s o vocal» como criterio básico en la acentuación de las palabras?

Para poder explicar por qué se aplica esa pauta que a manera de tonada nos inculcan desde pequeños en la escuela, antes debemos entender varios aspectos relacionados con la acentuación, partiendo de que si digo acento será para referirme al hablado, y tilde para aludir al escrito (´).

Lo primero es que si bien la mayoría de las palabras tienen una sílaba que destaca en su pronunciación, hay algunas que son átonas, es decir, sin acento, como las preposiciones -excepto según-, los artículos y los pronombres, de lo cual es posible percatarse si los juntamos con otras palabras.

Pongamos el caso de la preposición desde, donde claramente ubicamos que la sílaba tónica es la primera: DESde.  Pero al ligarla con otra palabra, pierde el acento. Prueba leyendo en voz alta: desdepeQUEña

Agreguemos un pronombre: desdepeQUEñamegusTAba. Y ahora, un artículo: desdepeQUEñamegusTAbalaCAsa. Como puedes apreciar, ni la preposición desde, ni el pronombre me ni el artículo la son tónicos.

Lo segundo es que el acento es relativo, como pasa con la palabra MIENtras, que pierde lo tónica en la frase mientrasTANto. O esta el caso de MaRÍa, con su acento muy marcado en la i, pero muy debilitado  si va seguido de otro nombre: MaríadoLOres.

Precisados ambos puntos, ya podemos decir que la función de la tilde no es distinguir entre palabras átonas y tónicas, puesto que si así fuera, entonces pequeña, gustaba y casa lo llevarían, al igual que mientras, tanto y Dolores, pero no es así.

Entonces, ¿por qué no llevan tilde si son tónicas? Simple: porque las reglas que nos dicen cuáles palabras deben llevarla aplican el llamado principio de economía, es decir, están estructuradas de modo que se tilde el menor número posible de vocablos.

De acuerdo con la Ortografía de la lengua española, para el siglo 18, después de que fuera casi inexistente, el uso de la tilde como indicador de la sílaba tónica se había vuelto una práctica generalizada.

La situación obligó a que interviniera la Real Academia Española y estableciera reglas para que la tilde se ajustara a dicho principio y no degenerara en una tildadera sin ton ni son.

Si queremos entender qué es el principio de economía aplicado a la tilde, es preciso saber que la mayor parte de las palabras del idioma español son graves, en mucho menor medida, agudas, y muy pocas son esdrújulas.

Empecemos con las más abundantes: las graves. Dentro de este grupo de palabras, que se acentúan en la penúltima sílaba, la mayoría terminan en n, s o vocal, entonces, para evitar tantas tildes, la Academia estableció que solo la llevaran las que se salían de esa pauta, es decir, las que no tienen esas letras al final.

De ótro módo, múchas palábras llevarían tíldes y entónces la lectúra se haría muy pesáda al saturárse los ójos con tánta rayíta, y no digámos lo terríble que sería la escritúra para tódos nosótros, ¿compréndes?

Y pasó a la inversa con las agudas, que se acentúan en la última sílaba y la mayoría terminan en letras diferentes a n, s o vocal, por lo cual se determinó tildar justamente las que terminaran en esas letras.

Si no, la verdád es que escribír, al iguál que leér, no sería un placér, sino una contrariedád por no podér parár de tildár. Sin dudár, sería fatál. ¿Te creerías capáz?

Respecto a las esdrújulas y sobresdrújulas, son tan pocas que se decidió que todas llevaran acento sin importar en qué letra terminen.

Y en cuanto a las palabras de una sílaba, se optó por no tildarlas en primera porque son muchas, y en segunda, porque sería obvio dónde quedaría la tilde, y por tanto, el acento, de ahí que solo se aplica en algunos casos con función diacrítica.

En conclusión, las reglas de acentuación permiten saber cómo se pronuncia una palabra desconocida, ya sea porque lleve tilde, o porque no la lleve y según su terminación podamos deducir qué sílaba es la tónica.

¿Difícil de entender? También es difícil de explicar, pero confío en haberlo conseguido.

Fuente: 4.

 

La palabra «presidenta», dos siglos de vida y resistencia

29 Mar

Por Zazil-Ha Troncoso

Desde hace más de dos siglos que la palabra presidenta existe en el Diccionario y el debate sobre si debe usarse o no ese vocablo para referirse a la jefa de un Estado es pan de todos los días.

Presidenta se incorporó al Diccionario en 1803 como «la mujer del presidente», asociación que mucho se usaba antaño, y como «la que manda y preside en alguna comunidad».

La palabra de la que deriva, presidente, llegó al Diccionario obviamente mucho tiempo atrás, en 1737, como «el que preside, manda y prefiere a otros», y «el que es cabeza o superior de algún Consejo, Tribunal o Junta», entre otras acepciones.

Claro que la situación por la que el uso de la palabra causa actualmente tanto escozor, el de jefa de un Estado, en ese tiempo ni siquiera estaba contemplada ya no digamos para ellas; para ninguno de los dos géneros.

Lógico: eran los tiempos de la Colonia, cuando las máximas autoridades eran los reyes y los virreyes.

A partir de 1808 se desató el furor independentista de la mayoría de los países colonizados por España, aunque la figura de presidente, tal como la conocemos ahora, llegaría unos años más tarde.

La independencia incluyó un breve paso por triunviratos, regencias, juntas de gobierno, direcciones supremas… Y algunas de esas figuras estaban presididas por una persona, a la que naturalmente se le llamó presidente.

Era el modo en que se entendía la palabra en ese tiempo, y sobra decir que su uso se extendió también para referirse a quienes encabezaban los nacientes poderes ejecutivos.

Pasó más de medio siglo para que la Real Academia Española reconociera la nueva acepción de presidente en un complemento del Diccionario de 1884, donde expresamente se incorporó como «funcionario que en las repúblicas ejerce el supremo poder ejecutivo».

También ese año hubo un cambio en la acepción de presidenta: de ser «la que manda y preside en una comunidad» pasó a simplemente «la que preside». Y seguía siendo, como a la fecha, «la mujer del presidente», con la diferencia de que ahora se considera coloquial ese uso.

Para 1936 cambió otra vez la acepción de presidente: «En las Repúblicas, el jefe electivo del Estado; normalmente por un plazo fijo, y responsable. Puede serlo también del poder ejecutivo cuando el régimen es presidencialista».

La definición persistió, palabras más, palabras menos, hasta el Diccionario de 1992. Pero se produjo un cambio significativo en la definición de presidenta, que en las ediciones anteriores siempre fue, en esencia, la misma que casi dos siglos atrás.

Ese año, la Academia le agregó a presidenta la acepción de «presidente, cabeza de un gobierno, consejo, tribunal, junta, sociedad, etc.», y la que nos atañe, la de «presidente, jefa del Estado». Hasta ahora es así.

Entonces, ¿forzosamente se debe decir presidenta? La respuesta es: dilo como quieras. Sea la presidenta o la presidente, ambas son correctas.

Y es que la Academia dio una solución salomónica al problema: la palabra presidenta pertenece al género femenino, mientras que presidente se puede usar para ambos géneros.

Así que mi sugerencia es que ya nadie haga berrinches, que con los elementos expuestos decida cada quien cómo le va a decir y que se respete al que elija referirse del modo opuesto.

Esto no se trata de una guerra entre conservadores y liberales; el asunto es si la palabra presidenta se usa o no. Y si está en el Diccionario desde 1803, eso significa que ya existía en el vocabulario desde algunas décadas atrás.

Cuando se admite una palabra en el Diccionario no es por ocurrencia de la Academia, sino porque llega un momento en que su uso es tan extenso y persistente, que debe incorporarlas.

No está de más que los detractores sepan que el uso de la expresión la presidente ha caído en desuso y se impone con mucho el uso de la presidenta.

De acuerdo con el Corpus de Referencia del Español Actual, en 94 por ciento de los casos se usa la presidenta, y solo en el restante 6 por ciento se utiliza la presidente.

Termino con una invitación: quien nunca use en su vocabulario las palabras sirvienta, clienta o pretendienta, que tire la primera piedra.

Les dejo las palabras que ya fueron sujetas a la feminización, es decir, a la acción de dar género femenino a un nombre originariamente masculino o neutro: acompañanta, asistenta, ayudanta, clienta, comedianta, dependienta, farsanta, gerenta, giganta, intendenta, mendiganta, negocianta, parturienta, penitenta, postulanta, practicanta, presidenta, pretendienta, principianta, regenta, sirvienta y tenienta.

Fuentes: 1, 2, 3, 5, 11, 14.

 

No te quedes solo: deja ya de acentuar «sólo»

19 Mar

Por Zazil-Ha Troncoso

¿Eres de los que se niega rotundamente a dejar de acentuar la palabra sólo, tal como se propone en la última reforma ortográfica de la Real Academia Española?

Por supuesto que es muy difícil, de buenas a primeras, dejar de hacer algo del único modo que lo has hecho toda la vida, a menos, claro, que tengas más de 90 años de edad y una memoria prodigiosa.

En tal caso, podrías recordar que fue en 1925 cuando la nueva edición del Diccionario salió con la novedad de que el omnipresente solo, cuando significara «lo mismo que solamente», a partir de entonces debía llevar acento.

Y ahora, 85 años después, nos proponen desandar el camino. Uf, sí es para resistirse.

Pero, ¿saben? Después de un largo debate conmigo misma, estoy convencida de que la Academia tiene razón, así que a contracorriente de una inmensa mayoría, te daré buenas razones para olvidarte de ese acento.

Razón #1

Primeramente es importante aclarar que, contrario a la idea generalizada, el acento diacrítico no tiene como función establecer que cierta palabra, que está formada con las mismas letras que otra, posee un significado diferente, aunque por extensión así sea.

El acento diacrítico sirve, en principio, para diferenciar una palabra tónica de una palabra átona. También debes saber que no en todos los casos se aplica, aunque esa es otra historia.

Pongamos ejemplos en los que se aplica el acento diacrítico, y para entenderlo necesitarás leer en voz alta las siguientes frases:

– En mi casa hago lo que a se me da la gana.

– No quiero que dé de qué hablar.

– Si vieras cómo quiero a ese niño; es como si fuera mi hijo.

Como podrás darte cuenta, ninguno de los pares de palabras diferenciadas por el acento diacrítico suena igual. No solo tienen un significado distinto: también suenan diferente.

Ahora haz lo mismo con esta expresión:

– Yo solo sé que no quiero estar solo. Cuando estoy solo, solo pienso en eso.

Como seguro ya notaste, ni cuando solo se refiere a soledad, ni cuando significa únicamente, la pronunciación es distinta, y por tanto, no se justifica el acento diacrítico. No es más que una palabra llana terminada en vocal que, como dicta la norma, no debe llevar tilde.

Razón #2

El hecho de acentuar la palabra solo, se supone, tenía como propósito evitar confusiones.

Lo cierto es que son pocas, pero realmente pocas, las veces en que esto ocurre, pues como bien dice la Academia, el contexto da el sentido de la palabra, como ocurre con muchas otras que tienen varios significados.

Y si llegara a darse una confusión, el asunto se arregla con cambiar la palabra solo por solamente.

Razón #3

¿Qué impresión te da cuando en algún escrito te topas con la palabra ? De inmediato te remite a un pasado muy lejano, se te hace anticuado, sientes rechazo y juzgas, con buenos motivos, la ortografía de quien lo escribió.

Si persistes en tu negativa, lo mismo pensarán de ti las nuevas generaciones, aquellos que hoy están en la escuela tomando sus clases de español y aprendiendo que acentuar la palabra solo, solo es un error.

Y vamos, si los que vivieron en 1925 aprendieron a ponerle tilde, por qué no podremos desaprenderlo nosotros.

De paso hagámoslo también con ese, este, aquel, y todas sus formas femeninas y plurales, que con la reforma ortográfica, y por los mismos motivos, ya no se acentúan.

Razón #4

Hay quienes alegan que con la reforma ortográfica no se prohíbe dejar de tildar la susodicha palabra, que solo es una recomendación. Para verificar el alegato, nada mejor que preguntarle directamente a la Academia.

Su respuesta fue que la Ortografía de la lengua española pretende demostrar que «esa tilde no tiene más justificación que la tradición y que, por tanto, no es necesaria y puede prescindirse de ella. Ahora bien, no hay una prohibición taxativa de seguir escribiéndola, para quien así lo prefiera, siempre que exista ambigüedad».

Así que, si eres de los que te resistes, pongo el énfasis en «siempre que exista ambigüedad», que dicho sea de paso, era una norma que se supone debía aplicarse desde 1959… nomás que somos necios.

Pero en última instancia, acentúala solo en casos de verdadera confusión, pero teniendo claro que es una concesión de la Academia ante la resistencia al cambio.

Yo lo que propongo es seguir su recomendación y no tildarla nunca.

Fuentes: 4, 5.